Opinión

Los daños colaterales

Entre efectos deletéreos y daños colaterales nuestra civilización, que ya es global, avanza imparable derribando todo tipo de fronteras: físicas, económicas, e intelectuales.

Si no somos supremacistas, al menos somos (y la propaganda nos convence de ello) “supremos”.

No tengo nada en contra de este optimismo cultural salvo una sola cosa: que todo progresa en la misma dirección y guiado por una sola idea, y esto reduce mucho la variedad. La variedad no es ni buena ni mala, pero al menos es prudente. Las ideas únicas suelen ser demasiado simples, y nuestra idea de hoy no supera el rango de mecanicismo ramplón, que como todos los mecanicismos, automatismos y despliegues dialécticos, peca de exceso de fe y no le vendría mal albergar alguna que otra duda.

Por doquier intenta desacreditarse la crítica que acompaña a esa duda,  el 'activismo", la responsabilidad cívica y la conciencia social (y ecológica).

El vivir para nosotros "solos" o nuestra  tribu (y ya es mucho compartir), como si no hubiera un mañana (que efectivamente no lo hay), es la clave del progreso, según nos cuentan.

La pereza dinámica que conlleva a veces el sosiego reflexivo, y la ausencia de entusiasmo por la aceleración económica, no están bien vistos. Parece que debe estimularse la competencia por ver quien llena más rápido el planeta de basura. Ante esta manía por llenarlo todo, un poco de quietismo no viene mal.

El egoísmo -se dice y proclama- es la varita mágica que todo lo arregla y mejora. Y efectivamente si por mejorar entendemos atiborrar el planeta de masas furibundas, vamos mejorando cantidad y el planeta menguando en la misma proporción.

Aunque muchos alaban esa varita mágica del egoísmo que todo lo soluciona, luego se extrañan de que el conejo que sale de esa chistera mágica esté rabioso.

La cooperación entre los hombres como partícipes de una misma humanidad, y la coordinación con el planeta como imperativo físico y biológico insoslayable, no se contempla en el programa. Es más, ese modo naif de ver el mundo se desacredita a diario como propio de "filántropos" y hippies.

Para los que dirigen el mundo desde los gobiernos (corruptos) y las academias que les bailan el agua, Nietzsche tenía razón: el futuro del mundo está en las manos (y casi diría en los pies) del Superhombre, cuya máxima aspiración hiperbórea es plantar los susodichos pinreles sobre la mesa del despacho oval, y jugar al golf con el dueño del mundo antes de empezar a hablar de guerras y negocios.

Sin demasiadas contradicciones hemos pasado de la civilización "cristiana", donde todos somos hijos de Dios incluidos -en su versión franciscana- los grillos, a la civilización hobbesiana, más tecno y  "neodarwinista", donde el hombre es un lobo para el hombre y un cordero ante los poderosos. Dóciles y rabiosos en un mix que carece de nobleza y sabiduría.

Fuertes ante los débiles, y cobardes y mudos ante los que ejercen el poder. Justo lo contrario del fundador del cristianismo.

La competencia por el dudoso privilegio de acaparar una mayor cuota de mercado y de contaminación, es el signo de nuestro tiempo, la madre de todas las virtudes oficiales y el padre de todos los vicios reales. Y es que hay algo de vicioso y de obsesivo-compulsivo en nuestro actual modelo de consumo. Lo importante no es comprender quiénes somos y donde estamos, sino eliminar la rigidez del mercado de trabajo para "acelerar" el dinamismo económico. Dinamismo, aceleración, y velocidad que demasiado a menudo nos acercan a la vida inhumana de la máquina.

Casi siempre, cuando se llega por sorpresa a situaciones de catástrofe social o geoestratégica es porque determinados extremismos con buena prensa han actuado durante demasiado tiempo y al amparo de instituciones decorosas.

O bien al hilo de guerras prefabricadas que fabrican muerte en tiempo real primero y a plazo fijo después. Guerras en todos los formatos y versiones, para el espectáculo visual y el despliegue de influencia, por ejemplo, pero también guerras disfrazadas y ocultas. En cualquier caso, siempre a favor del egoísmo y el negocio rápido de unos pocos que no sufrirán las consecuencias de sus actos.

El flujo de la acción corrosiva de estas corrientes subterráneas es inaparente pero pertinaz. Excava los cimientos día y noche, y roe las compuertas de la ruina futura.

Lo que se presenta luego como sobrevenido en forma de crisis económica o de avalancha de violencia global, es en realidad fruto de una larga gestación, alentada entre siestas modorras cuando no entre vítores y aplausos.

Solo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena, y hasta entonces podemos dormir tranquilos con tal de no ser demasiado exigentes con nuestros sueños. La irresponsabilidad de nuestro silencio y de nuestra indiferencia es un buen abono para esta planta adormidera.

No hay peor radicalismo que la corrupción, ni peor populismo que el silencio que la ampara.

En esta fase de germinal carcoma, lo que se promueve y se premia sin necesidad de proclamarlo es el mutismo acomodaticio. Cualquier mosca cojonera es espantada como testigo incómodo del cadáver, y aquel que se define en contra del pastel debe ser porque padece alguna carencia emocional. Cualquier aspiración a una necesaria corrección es desacreditada como fruto de una ilusa utopía, y la prudente equidistancia entre el que estafa y el que es estafado es el signo más celebrado de la elegancia.

Cuando la carcoma completa su labor y consumido el contenido sólido empieza a agrietarse la cascara, entonces la consigna oficial cambia y los apóstoles del mutismo y la indiferencia, los beneficiarios e ideólogos del laissez faire, exigen ahora enérgicamente un control más estricto y el cumplimiento a rajatabla de las normas, amenazando incluso con la cárcel a quien no obedezca. Pero sobre todo les entran de repente las prisas y exigen perentoriamente que la gente se defina, que la gente reaccione, que el ciudadano amante de su patria, se indigne.

Demasiado tarde descubren que las causas prolongadas y silenciadas suelen acabar en efectos retardados pero explosivos.

La monótona y prolongada discordia que alimentamos desde hace tiempo y cada día respecto a la última versión de la "cuestión catalana", suele llevarnos a olvidar que el molde en el que se fraguó esa grieta fue la corrupción política y económica, de aquí y de allí, o si se prefiere, de uno y otro falsos patriotismos. Corrupción, ruina, y después desapego.

Como ya tenemos una historia detrás, esto de que algunos erizados patriotas de última hora, antes indiferentes y mudos, exijan ahora a voz en grito que el prójimo se defina, que el ciudadano se indigne, además de incurrir en incoherencia supina no nos trae buenos recuerdos.

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