Opinión

Borrón y cuenta nueva

"El éxito y la buena fortuna de la gente deshonesta reducen al absurdo toda la potencia y la fuerza de los dioses" (Diógenes de Sinope).

Con la llegada del invierno y las heladas, se ha desencadenado una tromba de optimismo. Nada más natural que barruntar en lo más crudo del invierno la incipiente primavera.

Existe sin embargo un pero para este renacer, y es que nadie reivindica las hojas verdes de antaño ni los acostumbrados frutos. ¿Puede uno, con las hojas caídas, disfrazarse de verano?

En cualquier caso, hay euforia desatada. Esa euforia ha afectado también a los precios, que se han venido arriba, mientras que los salarios siguen tristes y deprimidos, hundidos y melancólicos.

Mientras que los precios están llenos de fe en el prójimo, los salarios no creen en sí mismos.

El mundo al revés es una bella metáfora en que las antípodas nos señalan el Norte, y los golfos son modelo de virtud.
Triunfa lo alegre, lo despreocupado, y el carnaval continuo y sin tiempos muertos, dicta una paz perpetua en medio de una ceguera relumbrante.

Vivimos en un mundo tan empeñado en parecer feliz, que el entusiasmo y la charanga se establecen por decreto ley, todos los días son fiesta de guardar, no se es pueblo si no hay ruido y furia, y no se está vivo si no se tiran cohetes.

Liberal es la palabra de moda, en sustitución de yupi, que hoy suena un tanto siniestra. Y el punto de fusión se alcanza cuando el espíritu neoliberal descubre el encanto y poder de lo castizo. Entonces hasta los cazadores de brujas ponen medallas a la virgen y los fiscales calzan peineta. En ese sentido, las películas de Berlanga estaban describiendo el futuro.

Coincidir en esa actitud sana y positiva es obligatorio, a mayor gloria del espíritu nacional.

Y pobre de ti si no sientes (aquí golpecitos en el pecho) este gran espectáculo que se representa en nuestro retablo de las maravillas, porque todo está permitido, salvo disentir. Este es el tiempo de las grandes coaliciones, del triunfo imparable del partido único, de las grandes masas, del fin de la historia (flatus vocis), de las grandes corporaciones y granjas de borregos, donde cualquier gesto de contrariedad o amago de resistencia, es merecedor de anatema y castigo.

Las cosas van tan bien, que sí uno quisiera mantenerse a la altura del éxito predicado y vendido, en sintonía con la felicidad ambiente, tendría que pasarse el día entero en los juzgados pleiteando contra su propio gobierno (y colaboradores). Defendiéndose, en definitiva, del jolgorio de sus gobernantes.

Yo mismo sin ir más lejos, que me considero un ciudadano medio, que me alegro cuando merece la pena, y permanezco serio mientras no se demuestre lo contrario, tendría que estar en este momento pleiteando simultáneamente y a cara de perro contra Volkswagen, que nos ha vendido un motor trucado (y contaminante) al precio de uno sin trucar (y limpio); contra mi antiguo banco, por el truco barriobajero de las cláusulas suelo; contra mi propia empresa (que desde la empresa pública, imita a la privada, desregulada y salvaje), por estafa continuada y explotación ilegítima... Y no sigo, porque si no me sería imposible cumplir con aquel precepto de Walt Whitman, que recomendaba: "Aquel que camina una sola legua sin amor, camina amortajado hacia su propio funeral".

¡Pero cuán difícil es amar a tanto golfo y facineroso!  

¡Que les den por el amor fraterno! Prefiero caminar con los ojos abiertos y llamando a las cosas por su nombre aunque se me acorte la vida, que arrastrar una existencia infame de reptil.

Consejo: ante esta unanimidad que nos invade y rodea como una plaga, frecuenten con curiosidad a los discordantes e impertinentes. A lo mejor hasta consiguen –como lo llamaba Harold Bloom- un segundo nacimiento.

"El tiempo lo borra todo". Vivimos en el mejor de los mundos posibles (como afirmaba Leibniz y contradecía Voltaire). Ya no vivimos en cavernas ni roemos huesos fríos, y hasta tenemos electricidad (si no nos cortan la luz).

¿Qué más se puede pedir?

Así de cansina y mal intencionada es la argumentación de los corruptos, que fían al paso del tiempo el centrifugado de sus conciencias y la liquidación de sus fraudes. Cuando no, el disfrute del botín.

Sí ante este estado de cosas, no esbozamos una amplia sonrisa de oreja a oreja, nos llamarán pesimistas, tristes o puritanos, avinagrados y estrechos, rancios, sosos, y en último extremo, populistas. Que en orden a lo malvado, es el no va más.

Algunos filósofos postmodernos hasta nos animan, llenos de entusiasmo gregario, a tocar palmas, visto y comprobado que en la Edad Media se vivía peor, había peste, y la gente se moría apenas superado el acné. Comprensible es que llegados al fin de la historia (ese nuevo muro), la única opción posible sea retroceder, y la máxima aspiración, hacerlo poco a poco y bajo anestesia general. Involutivamente. Resignadamente.

Y no es que el olvido no sea saludable, o le neguemos nosotros virtud terapéutica, pero preferimos reservarlo para otros asuntos del alma, no para aquellos que tienen que ver con el dinero de todos, la cosa pública, y la corrupción política.

A los corruptos conviene exigirles que rindan cuentas. Y a los ciudadanos interesa tener buena memoria. No entregar ni una sola plaza conquistada, siquiera sea por respeto a los muertos.

Cuando el dinero robado se devuelva (que falta nos hace) y el corrupto, aunque sea presidente del gobierno, cumpla con la justicia (que es lo suyo), borrón y cuenta nueva, pelillos a la mar, y que el reloj siga marcando sus horas, pero sobre todo y más que nada por prudencia, que el que ha metido la mano en la caja, se vaya a su casa y se dedique a sus propios asuntos. No es de fiar.

Hay que ser muy pesado y muy  plasta en esto de sustraer el dinero público (y en muchos casos expatriarlo), tener muy poca vergüenza y ser muy poco patriota, para ostentar el título del partido más corrupto de Europa, el más experto en saquear a su propia patria. Todo un despliegue de gloria.

Y más cuando al mismo tiempo hemos conquistado el dudoso título de producir en serie los trabajadores más pobres y explotados del continente.

Como dice Michel Onfray en su obra Cinismos: “Para esta ralea, la razón de Estado transfigura el crimen, la traición, el prevaricato y la estafa en gestos heroicos, si no ya patrióticos, destinados al bien de la nación”.

En la cita que encabeza este artículo, Diógenes de Sinope afirmaba que los dioses o no existen o no se ocupan de nosotros. Y que la mayor prueba de ello es que triunfan los corruptos y rufianes, y que gracias a sus éxitos y recompensas, van marcando a los demás el camino recto a la deshonestidad.

En esto coincidía con Epicuro, que también pensaba que estamos dejados de la mano de Dios.

Efectivamente, nada deprime tanto a una nación, nada la hunde tanto en un camino sin retorno, como ver triunfar y prosperar a los corruptos.

Decía Javier Marías, en un artículo reciente, y en la misma línea que Julio Llamazares en otro artículo anterior, que sólo un país desnortado y desinflado moralmente, derrengado patas abajo hasta la más blanda desidia, puede ver con normalidad y sin escándalo que todo un ministro de JUSTICIA (Rafael Catalá) haga apología de la eficacia de las urnas para lavar la corrupción y el delito, algo así como una bula romana que limpia el fraude a través de los votos (y traía muy oportunamente el ejemplo de Hitler).

Que es como defender que las leyes no están hechas para ellos, los que se corrompen, sino sólo para nosotros, los que les votamos.
Que es también como poner a Montesquieu a anunciar en la tele el detergente de moda, ese que no deja ni rastro de suciedad.

Lo cierto es que esta es una línea argumental que llevan trabajando -los interesados- desde hace tiempo, con la ayuda inestimable de algunos medios afines. Lo increíble es que ahora es el propio ministro de la cosa (justicia) el que les hace de abogado del diablo y portavoz, olvidando que a él le pagan los ciudadanos para defender justamente lo contrario: la igualdad ante la ley y la independencia de la justicia.

Se deben creer que están todavía en Lepanto, y los cristianos son ellos, los que meten la mano en el cepillo parroquial, y el resto de españoles somos herejes y turcos sin bautizar.

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