Opinión

El principal problema

Que el territorial es el principal problema al que se enfrenta una España por tantos motivos, pese a todo, tan envidiable, creo que es algo que a nadie se le escapa. Y no hablo solamente de Cataluña ni de Cataluña y Euskadi, que son los dos territorios dentro del territorio que no llevarán a sus máximos representantes a la Conferencia de presidentes autonómicos de este martes en el Senado, que para algo habría de servir el local. No: el gran problema territorial de España es la financiación autonómica, el coste de los servicios, tan diferente en cada una de las autonomías. Si ese 'escollo' se hubiese salvado, tenga usted por seguro que el problema del separatismo catalán sería como el vasco: inexistente pese a las proclamas de los Aberri Eguna o del 11 de septiembre.

Pero, desgraciadamente, el Estado de las Autonomías se montó mal, hablando de naderías rimbombantes, como el café para todos o la tabla de quesos, y se dejó sin resolver el problema de la financiación, lo que, agravado con errores de fondo y forma cometidos por 'Madrid' y por ciertos 'currinches' nacionalistas sin cerebro ni escrúpulos, nos ha llevado a donde nos ha llevado: a reclamar un Estado homogéneo que no existe, porque España es, si algo es, heterogénea, y reclama soluciones diferentes para territorios que son diferentes, alguno de ellos aderezado por el nacionalismo, que es un estado de espíritu y, como tal, imposible de combatir con métodos de estricta racionalidad política.

Pues claro que estoy reclamando un trato diferente para Cataluña. Y para mi querida Cantabria, y para Galicia, Castilla, Murcia, Andalucía o Extremadura. O Canarias, que algo de diferenciación ya tiene. Lo que no puede mantenerse más es la ficción de que estamos en un Estado federal sin serlo, igualitario sin lograrlo. No hay soluciones generales, sino bilaterales, del Gobierno central en diálogo con cada una de las Comunidades Autónomas, las presida quien las presida.

Eso para nada quiere decir que estas conferencias de presidentes no sirvan de nada. Al contrario, no podemos permitirnos que fracasen, una vez que el Ejecutivo ha tomado la sabia decisión de reanudar estos cónclaves, que hay que reconocer que bien poco avanzaron en el pasado. Como no avanzaron tampoco los debates sobre el estado de las autonomías, que se celebraron en el Senado hasta hace algo más de una década y se abandonaron cuando se comprobó que para nada sumaban cien las cifras que cada presidente autonómico ofrecía en sus discursos.

Estimo que hay que refundar este Estado de las Autonomías, y que la Conferencia de este martes, aun con las ausencias de Puigdemont -que, al fin y al cabo, es un saliente- y Urkullu -que, al fin y al cabo, acabará siendo un aliado fiel--, debe ser un primer paso valiente, no limitando sus ambiciones en el sentido de avanzar en soluciones efectivas, no retóricas, que nos saquen de las aguas pantanosas en las que estamos varados. Tampoco cabe aplazar las medidas efectivas para nuevos encuentros: se puede, y se debe, llegar a compromisos de actuación que signifiquen, por ejemplo, una reforma constitucional del Senado, hoy tan inoperante. Y crear una comisión interparlamentaria que, en el plazo de un año, presente modificaciones creíbles para el Título VIII de la Constitución. Lo mismo que otra que encauce por sendas realistas la financiación autonómica.

¿Qué todo eso es difícil? Por supuesto que lo es. Pero no tanto como dar la vuelta al Estado completo como un calcetín, como hizo Adolfo Suárez en apenas once meses. Se puede hacer, se debe hacer. Y ya, hoy, empieza la era de las oportunidades.

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